jueves, 14 de febrero de 2008

EL MES DEL AMOR Y LA AMISTAD

Autoridades, personal administrativo, directores académicos, docentes y técnicos de Indoamérica, celebraron el Mes del Amor y la Amistad, en donde el director académico Diego Lara destacó que el amor es algo más profundo y significativo: Es ponerle voz al corazón para que cante, es vestir de gala la mirada para hacerla elocuente y hacer que el espíritu se derrame en reconciliaciones y abrazos que duren para siempre.
Algo más por el Mes del Amor. La Madre Teresa de Calcuta decía: “Comparte tu amor adonde quiera que vayas, primero con los de tu propio hogar. Dale amor a tus hijos, a tu esposa o esposo, a los vecinos que te rodean. Nunca permitas que alguien venga a ti, y se te aparte sin que lo hayas hecho mejor o más feliz. Sé la expresión viva de la ternura de Dios. Haz que haya dulzura en tu rostro y en tus ojos. Sé amable en tu sonrisa y amable en tu cálido contacto con los demás”.
El reverendo Martín Añorga, en el diario Las Américas, sobre el personaje en referencia, dice que por única vez ví a la Madre Teresa. El Movimiento Pro-Vida, integrado por personas que de tal manera aman la vida, que aman a los que aún no han nacido, celebró en el antiguo Hotel Omni un desayuno para recibir a la dama de fe que había echado su suerte con los desamparados del mundo. Me correspondió el privilegio de extenderle una mano para que subiera a la plataforma. Era una mujer pequeña, pequeñísima. Tenía su espalda encorvada y el rostro marcado por líneas que hablaban de desvelo y sufrimiento. Su vestimenta humilde y su alimento frugal la hacían aparecer como una mística de viejas épocas, pero cuando ascendió a la tribuna su voz llenó el espacio, no porque fuera fuerte o estruendosa, sino porque era tenuemente dulce, amorosamente suave. De todo lo que dijo recuerdo con preferencia esta expresión: “la gente que más necesita nuestro amor es la que aparentemente menos lo merece”.
Aprendí de sus palabras facetas del amor que a menudo esquivamos. Primero, que el amor no tiene que ser siempre respuesta al amor, ni tiene que basarse necesariamente en que sea recompensado o correspondido. Y segundo, que el amor no tiene que depender de méritos y virtudes de la persona amada. Estos dos parámetros del amor son a los que menos nos ajustamos en nuestra sociedad de hoy día. “La tragedia del amor es la indiferencia”, decía William Somerset Maugham, y tenía razón. No amar a los que nos necesitan o a los que no nos gustan es una devaluación de ése, el gran sentimiento de nuestros corazones.
El Día del Amor (el 14) se ha convertido en una popular trivialidad. Para muchos, todo se reduce a la tarjeta rosada con la enigmática imagen de Cupido, a la docena de rosas, la caja de chocolates, la romántica joya alojada en un estilizado estuche o a la costosa cena en un restaurante de lujo. Y no es que estemos en contra de esto, sino que lo que no soportamos es que lo hayamos reducido a esto.
Virgilio dijo veinte años antes de que Jesucristo viniera al mundo, que “el amor lo conquista todo”. El Apóstol San Juan decía que “el amor ahuyenta el miedo”, y León Tolstoi afirmaba hace cerca de dos siglos que “donde esta el amor, allí también está Dios”. San Pablo, el autor del más bello himno que sobre el amor se ha escrito, sentenció que no hay nada por encima del amor, ni aún la fe ni la esperanza. Es decir, que el amor no es meramente la atracción física que abrasa a dos personas. Es mucho más, es la fuerza que supera los más grandes obstáculos, es el poder que tritura todas las incertidumbres y ahuyenta todos los temores, y es, fundamentalmente, la presencia de Dios embelleciendo y santificando la vida.